16.4.11

Breve apología a la calma montevideana.

Mi hermano me pidió que llevase la carta.
Saludo a mi amiga argentina, la única acá en Montevideo, y me lanzó con su bici prestada por una ancha avenida llena de contenedores que hablan el idioma del puerto.
Llego a la esquina indicada y entró al bar. A pesar de ser el mediodía varios parroquianos charlan a medía luz. Me presento anunciando el nombre de Jesús.
Recién ahora distingo el humilde delantal blanco entre los parroquianos. Le acercó la carta y Jesús la guarda para después. "Así que vos sos el hermano de Antonio..."
La mano de Jesús y la tierra tiemblan. Las costas japonesas están más lejos que las gallegas pero aquí y allá al agua salada la llaman mar.
Mientras, los primos orgullosos de enfrente se golpean una y otra vez contra el paredón de agua que allá es río marrón.
Los montevideanos que Onetti veía grises yo los veo de varios colores o de cierto gris que esconde el estallido colorido de los carnavales que vendrán.
Lo que no veo son las minerías que hay allá, en nuestro cemento, tacos rompiendo veredas, gomas explotando corpiños, cuellos torciéndose.
Menos copas, menos divas, menos minones, pero también mas relajación urbana en Montevideo.

Sentarse o pararse en esas callecitas del viejo puerto desde donde podemos ver el color azul postal girando sobre los talones una y otra vez.
Jesús, el dueño y el que te atiende en el bar San Lorenzo, sito en Maciel y Washington, es otra postal de la historia compartida de este río a veces marrón, a veces azul.
Nacido en Santiago de Compostela -campo de estrellas-, Jesús arribo a estas tierras en el año 1953. Sentados en una mesa de su bar, desandamos este siglo que pasó, bruñido por el tiempo, como los últimos parroquianos que se dejan estar.
En sus manos parecen temblar esas décadas pasadas, como hojas de otoño que no quieren terminar de caer. Una época primitiva, sin demasiado interés, a los ojos de los pibes-celulares de hoy.
Es que el siglo ventiuno hace rato que llegó. Al menos para los centros económicos mundiales. No tanto para Jesús y para mi, que hacemos oídos sordos, hablando de cosas pasadas con el gris del puerto de fondo. Y el mar.
Pienso que los ojos claros de Jesús se habrán acostumbrado más fácil a este Montevideo surcado de azul que si el exilio hubiese sido en el amarronado Buenos Aires.
Sobre los diarios del día desfallece la tinta que habla del terremoto que arrasó con un brazo de Japón. Los huesos, las partes, flotan entre hierro y paredes que ahora son basura.
No sabemos si este será el último desastre pero al parecer estamos más cerca de que este sea el último siglo.
Por eso, esta apología a la calma montevideana, estas ganas de quedarme más cerca de las manos "del veinte", mas cerca del siglo de Jesús.