6.9.12

Tierra, trágame!

Venía caminando por una calle porteña cuando me distrajo una mujer -iba a decir una chica, pero abunda el "chiquitísmo". ¿Será que todos seremos -o querremos ser- eternamente "chicos"?- que venía a contramano de mi destino.
Su mirada iba dirigida hacía la gris vereda y sus dos manos se mecían suavemente a la altura de su sexo, como queriendo taparlo. Sus dedos largos y entrelazados parecían dibujar un tímido pañuelo.
Por su altura, generosa y franca, era difícil no posar los ojos en su  humanidad. Al menos por curiosidad. 

Sin darse cuenta quizás, ese "no" implícito en su cara -"no estoy acá", "no me mires", "no soy linda", "no quiero..."- la excluía de vivir y transcurrir por ese instante, por una de las preciadas calles de la vida.
Caminaba sobre unos pies casi ajenos, como sin querer.

De improviso, como siempre aparecen los genios y la lámpara, mi imaginación se trepó a su deseo y quise darle, concederle, la facultad de ser invisible. 
Luego, a ese etéreo teatro de mi imaginación, subió a escena un psicólogo de a pie y le sugirió que se hiciese cargo de su cuerpo, de su altura y de su sexo. En definitiva, que caminase con la frente alta y la vergüenza marchita.
Un romántico le prometió contratar una legión de amanuenses para taparla y taparla, para cubrir con una legión de pañuelos los acerados ojos de ciertos transeúntes porteños que se cruzaban en su camino.
Mi costado surrealista me propuso hipnotizar a una comunidad de alfabetizadas hormigas para que trepando y trepando, muslo a muslo, sexo y pañuelo, pechos de miel, fuesen dejando caer como gotas de palabras esto que escribo.










4.9.12

Yeca y biblioteca (Pequeñas revoluciones sugeridas)

Alguien dijo alguna vez -o lo debería haber dicho- que una verdadera revolución no puede estar escindida de acción.
Yo diría que tampoco puede estar exenta de palabras.
La mía, al día de hoy, esta escondida en algunos autores, contenida en ciertas bibliotecas y porque no, en aquellas poéticas historias que todavía luchan por mejorar en algo el bendito caos que nos circunda.
En esta ciudad, donde casi todos nos pasamos los semáforos en rojo y algunos, el respeto ciudadano, se lo pasan a la torera, es una revolución querer hacer las cosas bien. O al menos intentarlo.
Cada uno en lo suyo. Cada uno haciendo lo mejor que sepa hacer.
En el caso del trabajo con las palabras, tal vez encontrar aquella forma simple y sintética para comunicarse con la mayor claridad posible.
En el caso de los automovilistas, tal vez respetar el bastardeado semáforo y utilizar la bocina solo para casos de verdadera urgencia.
Pequeñas revoluciones sugeridas.
Ahora, si lo que ustedes quieren es retozar plácidamente en las mieles de la poesía, de la verdadera poesía, la que revoluciona nuestros espíritus y nuestros corazones, por favor, dirigirse a los grandes.

Gracias.