8.8.20

Esquina asesina.

Guiado por una pátina de bondad callejera, me siento en el piso de una esquina perdida de provincia, a esperar un bondi que nunca llega. 

Aquí todo es fugaz, nada parece haber sido hecho para siempre. Un pasacalles se va deshilachando con el viento, una paloma se rasca sobre un cable mal puesto y un gato moteado la mira. 

Alguien cruza la calle, atento aunque este sea su territorio. A mi se me nota la capital. El flaco me mira desconfiado y da un salto de perro sobre el charco conocido.

Yo vuelvo a la vereda, un puzzle arrasado por elefantes furiosos y un sol endiablado que tampoco parece brindarle demasiada compasión a las baldosas sueltas. 

Enfrente, una parrilla – “La Milagrosa”- parece ser lo único abierto. El hambre aprieta, así que me decido y cruzo la calle.


Entro. Las mesas vacías, la formica gastada en los bordes, el Jesucristo de yeso mal pintado y una paredes que parecen comerse la luz de afuera. Una voz oscura tras las tiras plásticas de colores me espeta sin verme: “¿Qué vas a llevar pibe?” Décadas de masticar crisis no dan espacio para la delicadez.

Me sube un nudo a la garganta y no se que responder. En mi necesidad de un orden mínimo, de un trato humano básico, hay una carta, un menú, un empleado que no se esconde como sus precios.

El morocho, mozo y cocinero a la vez, elige por mi el sándwich y el precio y yo salgo mas niño de lo que entre.

Ahora solo me queda sentarme en las mismas baldosas de antes a esperar el 57. Se comieron la parada, pero como en este país también hay gente atenta, puedo comer la mila tranquilo. Es aca.

Escucho un rugido a lo lejos y pienso si será mi colectivo. No. Es una motocross con un tipito arriba.

Se detiene ligeramente a mi altura. Parece de juguete. Su casco se gira, mira la mila, el gato, la parrilla…No hay mucho más. Nada que indique calle o altura.

Solo ese sol tenue, oblicuo, esquivo, que le da a todo lo que ilumina una pátina de Sur y después, de destino remendado.

El tiempo se detiene en la esquina asesina mientras una hormiga con casco, que no encuentra la fila, se pierde sin saber hacia donde ir.

Esmeralda

Mi hermano Antonio había recibido una invitación "all inclusive" al Festival de Cine de San Luis. Corría el año 2012. 

Como sabía que yo no tendría mucho que hacer, ni ese año ni los subsiguientes, se le ocurrió sumarme al plan. La invitación era para dos personas.

Un jueves de primavera nos tomamos el avión rumbo a San Luis. Que placer viajar, pensé, y más cuando es gratis.

Iba sentado del lado de la ventanilla y mi hermano iba en el medio, calculando a ver si le tocaba alguna jamelga interesante para conversar. Yo estaba en mi mejor momento: Relajado, cumpliendo la única función de acomodarme el cinturón y viendo pasar a las eficientes y guapas azafatas.

"Zuuuuuuum"...con la fuerza de un trueno salimos y como siempre me sucede, cuando vuelvo a vivir algo intenso -como volar, como trepar una montaña, o  como volver a meterme en un lago frío del sur- se me vienen imágenes fugaces al paladar de la memoria. 

Yo más joven inmerso en un bosque de algún lugar de Argentina, subiendo una montaña de El Bolsón -¿iba con amigos...con mi primo Francisco?-, volando de Madrid a Buenos Aires o viceversa... flashes, recuerdos, ese placentero masaje a la memoria.

Ya estábamos arriba, planeando, con esa sensación de living presurizado que da la velocidad crucero. Con esa " por momentos" sensación también que el plácido presente puede convertirse en un instante en pesadilla. 

Pero para eso están las azafatas y el vino suave en vasitos de plástico. Para olvidarse, para adormecerse, mientras el cuentakilometros del piloto gira su rueda al compás de las revoluciones.

Como no había mucho que hacer y mi hermano no me sacaba mucha conversación, estiré mi cuello a ver si había algo interesante por los asientos contiguos. Justo delante mio asomaba una blonda cabellera.

Pedí permiso - mi hermano puso cara de un leve disgusto- y me dirigí hacía el baño de adelante. Mi idea, por supuesto, era al regresar echar un vistazo a la dama en cuestión.

Me la imaginé sola, dueña de una interesante holgura económica pero arrastrando una alegría escasa, una felicidad en miniatura. Giré mi vista disimuladamente y ahí estaba ella, con unos anteojos Ray Ban y la cabeza ladeada levemente hacía el piso. En ese momento relacioné la marca de los anteojos con Boris Vían, y Boris con bon vivant.

Mi felicidad aérea me había puesto creativo, así que en vez de centrarme en ella -que por supuesto a mi vuelta no había reparado en mi- me centré en mi asociación de ideas.

Saqué de mi bolso, a juego con mis zapatillas, un papel y una pilot, y redacté un breve texto jugando con la marca de su anteojos, el nombre de Boris Vian y el termino bon vivant, acorde a la sensación de no tener nada que hacer más que mirar las nubes y esperar el desayuno en bandejitas chic de plástico.

Me había olvidado los auriculares así que me esforcé en pensar en mi blonda desconocida y no escuchar a las señoras de atrás que habían hecho buenas migas hablando de maridos, lugares comunes y de su biblia parlante: radio Mitre.

No pude con mi genio, e hice un avioncito con la hoja de papel escrita. Pensé en la tontería de lanzarle a la blonda mi misiva aérea- incluso había escrito al costado "per avion"-. 

Mi hermano me lanzó una mirada con el rabillo del ojo, como diciéndome sin decirlo que no metiera la pata. Un clásico mio.

Entonces se me ocurrió algo mejor. En un instante que mi hermano estaba preguntando si había jugo de tomate -haciéndose el snob con la atractiva azafata- hice como si me ataba los cordones y le arrojé mi avioncito por debajo de mi asiento.

El aterrizaje había sido exitoso y, por lo tanto, a Miss Ray Ban solo le quedaba notar el avioncito reposando entre sus zapatos.