3.3.15

Y la balas buscando otra carne en la que hendir.

Sufrimos. Estamos en una guerra, vivimos en las trincheras, las balas nos zumban alrededor, el enemigo parece abarcarlo todo. Si nos asomamos, temblando, para ver lo que hay enfrente, nos encontramos con un rostro muy parecido al nuestro.
Entonces nos metemos en la trinchera, más adentro, nos tapamos con barro y esperamos que el ruido infernal cese. Pero no termina. El olor agridulce, el aire de estopa sigue ahí.
Y ahora nos justificamos, le echamos la culpa de ir perdiendo la batalla a otros, al pelotón de enfrente o al soldado que tenemos más cerca. Nos arrancamos las insignias de teniente de nuestro regimiento y nos decimos: ¿porque a mi, porque ahora, porque esto?
La oscuridad sigue avanzando, las balas ya vienen teledirigidas y se nos quedan en la piel. Hemos perdido el casco y nuestra cabeza es un coladero de metralla, balas de pasado, negrura y poco valor.

Nuestra vista empeora, y aunque los hay, no vemos a nadie cerca. O los que están cerca, también tienen su batalla propia y no se les puede pedir que entiendan mucho la nuestra. A pesar de estar todos en la misma trinchera.
El hambre nos aprieta el estomago. El hambre de risa, de despreocupación, de bifes con aroma a cielo y gloria.

Un día vemos una luz, un claro en la lejanía, caminamos como podemos y logramos respirar algo de aire puro. Llegamos hasta una campiña donde pastan unas vacas y junto a ellas un campesino que simplemente las mira. Nos acercamos. Venimos de una guerra, se nos nota en el andar, en la pesada cargada, en la cara tiznada, en la expresión ausente.

El campesino nos ve, nos permite acercarnos, intuye nuestra sed.
Nosotros lo vemos como a un dios: lejano, puro, intachable, entero...Balbuceamos unas palabras pero lo único que queremos hacer es sentarnos junto a él, dejar que el aire puro llene nuestros pulmones.

El campesino no dice nada, nos mira suavemente y espera. Quisiéramos contarle, llorarle todo nuestra guerra tiznada de dolor. Pero tenemos la boca seca. Su mano callosa, sabia, nos ofrece una pinta de agua. La conservamos un momento en nuestras manos como si fuese de oro, como si brillase en ella una segunda oportunidad. Tal vez la última.

Finalmente las lágrimas brotan, se mezclan con pinceladas de risa y nos olvidamos de las vacas, del campesino, del aire puro, hasta casi de nosotros mismos.

El cielo parece encapotarse, un leve rayo de sol nos sugiere que nos pongamos en pie. Un camino nos espera. A lo lejos un horizonte incierto pero que hay que transcurrir. La hierba seguirá creciendo, el campesino esperando su siesta y las balas buscando otra carne en la que hendir.




3 comentarios:

Unknown dijo...

Excelente, Jose. Qué imágenes, qué claridad para plasmar las sensaciones en palabras del mundo sensorial. El adentro es el afuera es el adentro.

Cintia dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Cintia dijo...

Tremendo. Me encantó, José. Hay una frase militar, también usada en literatura, que dice que cada bala que sale de un fúsil lleva una etiqueta. Creo que tenemos idea de las balas que tienen nuestro nombre, lo que desencadenan esas heridas; cómo saberlo.