21.1.10

¿Sabías que bondi viene de albondiga?

Le cuento a mi madre que estoy con ganas de escribir pequeñas historias, esbozos de la memoria porteña. Por ejemplo, cuando los bondis tenían esa panza adelante, esa albondiga redonda y orgullosamente fileteada. Epocas pasadas, cuando el chofer era un pulpo de siete brazos, de siete manos para manejar.
Un fangio cansado que pasaba los cambios, cortaba boleto, indicaba a las viejas o casi donde se tenian que bajar, giraba la palanca que abria la puerta de atras y además, daba el vuelto.
Entonces, mi querida madre me hizo recordar un detalle que yo no y da pie a esta historia.
Para lo ultimo, dar el vuelto, el sufrido chofer se ayudaba con la maquina de las monedas, un triste organito de metal que en vez de notas emitía monedas.
Pero sucedía que uno subía al bondi con un billete de 5 Australes y timidamente, con algo parecido al miedo, se lo daba al chofer. Este, al vuelo, voceaba el clásico: "Quedate cerca pibe, que ahora no tengo para darte el vuelto".
Y ahora viene el detalle que mi madre me hizo recordar gesticulando con sus manos. El chofer, convertido en un gitano del asfalto, doblaba el billete al medio y a lo largo, y lo convertia en un cubanito delgado, en una entidad sospechosa en medio de sus dedos. Truco tal vez aprendido de la calle, de los vendedores de helados o de maní.
El billete pasaba así a ser parte de esas varitas mágicas, de esos salvoconductos de 10 -para el dedo mayor-, de 5 -para el anular- y así sucesivamente, australes.
Perfumaba el aire la última primavera de la nueva democracia argentina y nosotros, recién regresados de tierras secas, nos sorprendíamos con esa exuberancia porteña. Mi madre me hablaba de las horas pico, por el Bajo, donde arriesgados oficinistas se colgaban del estribo, unas manos aferradas como ganchos y las caderas apretando al de adelante para llegar a cierta posición vertical. "Listo?!" -gritaba el chofer. "Si, dale..."
Y arrancaba el bondi una entrañable y nostálgica nube gris.
Pero nuestro billete -el mio en este caso- ya era indistinguible entre el racimo surrealista de los otros. La cuestión, entonces, era tratar de mantenerse cerca del chofer para recibir el preciado cambio. Esto podía suceder en alguno de los escasos descansos. Por ejemplo, en algún semáforo "largo".
Había que quedarse cerca, murmurarle algo al hombre de fangio, tener la suerte que el chofer cabeceara y nos viera atrás, al acecho, transpirando nuestra expectativa cambiaria.
Lo ideal era situarse justo atrás del asiento. En esa época no había división entre el chofer y el pasaje. Era todo uno. En verano casi se podía sentir la camisa celeste pegada a la piel y al asiento de infinitas tiras plásticas. Este mítico objeto que merece un punto y aparte.
Si uno lo analizaba fríamente, podía ser el asiento mas estrambótico del mundo: todo hecho de finas y duras tiras de plástico. Pero estaba entramado de tal forma, por alguna máquina mágica, que conformaba para nosotros, los pasajeros, el lugar mas cómodo del mundo.
¿Quien no sonó con sentarse por un rato nomas en ese asiento etéreo, suspendido plasticamente a mas de dos metros del asfalto porteño, con el volante nacarado y la bola de cabarute para pasar los cambios a nuestra disposición?
Pero no. Deambulabamos por atrás, perdiéndonos tristemente entre el pasaje que no dejaba de subir y de empujar. "Corriendosehaciaelfondooo...alfondohaylugaaar"-voceaba el chofer eternamente sentado. Imposible a esta altura tratar de "comunicarnos" con él, de hacerle recordar nuestro caso.¿Como el trafico volcánico de buenos aires, el bondi, sus pasajeros, los acelerados semáforos, se iban a detener por nosotros, por nuestra nimia inquietud?
Pero una de cal y una de arena. En eso nos tocaba un milagro. Un asiento vacio que nos permitía a los lungos de 1,89mt como yo volver a la posición normal cuello-cabeza. O nos quedabamos embobados por la morocha bajita y de altas curvas. "Uy...la parada.."-pensábamos de repente para nuestros adentros. "Permiso..perdon...¿baja en la próxima?- preguntábamos caballerosamente en una posición por lo menos ridicula-...momentito...shofeeer! -la vieja bienuda que también buscaba bajarse-...la parada!
Y así, como una serpiente entre un mar de piernas, nos deslizábamos hasta el único timbre de la única puerta del fondo. Con suerte y apretando varias veces el gastado timbre, el chofer nos devolvía de un salto al crudo asfalto y a la sensación de que algo nos faltaba.
Mi frágil memoria cercana y yo sabíamos que el vuelto se había perdido para siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que genial, al escribir tu historia pareces escribir la mía también. A la perfección describis lo que eran esos viajes en colectivo.
corriendosehaciaelfondooo jaja
y es verdad, quién no soñó con sentarse en ese asiento plástico?
me hacés reir otrta vez
que capo