¿Por que será que la vida a veces nos deja para el final el postre agridulce del recuerdo?
Nos agarra en cualquier momento del día, doblando las sábanas o la esquina,
secándonos la toalla,
mirando esa foto animada -de ella o de él según el caso- que se nos cuelga del álbum,
ese elenco triste que ya cerró hace rato,
ese ramo de espinas en forma de mails y mensajes,
toneladas de desencuentros que vagan por algún agujero negro del "pudo ser",
lluvia con olor a pasado que riega el árbol torcido de nuestra memoria torcida también,
la vela gris que casi nos duele por dentro y la frescura de conocer a alguien que se oxida,
pero también querer se quiso,
también una punta del ovillo que se partió se extraña,
y la ceniza que un dedo trató de borrar y se sigue pegando en la piel como un ayer,
y las piernas ajenas que siguen pasando y un gato para ella y un curro para él,
y el reloj de la pared del presente que ya marca la hora de cerrar las pestañas del recuerdo
y dejar salir los pájaros amables que nos sugieren que todavía tenemos las venas prendidas y el corazón latiendo tic tac tic tac...
Y la señal de un tren que sigue, de un madero que flota en el ahora para acariciarnos y nos dice: Esperá. Simplemente esperá.
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